Entre la juventud y la vejez está la vida
Ser jóvenes, ser viejos. Un tema de siempre, desde siempre o más de lo mismo. ¿Será posible cambiar?
Mario Roque Fernández Narvaja tiene mi edad. Nació en Córdoba, 700 kilómetros al oeste de Buenos Aires, apenas un mes después que yo, el 10 de febrero de 1951. El año que ahora recuerdo fue cuando comenzamos a recorrer nuestra tercera década. Fue hace mucho. Las cosas no estaban buenas poco más de medio siglo atrás. Eran bravas, tristes, crueles y muchas de aquellas personas con las que compartíamos sueños, deseos, frustraciones, broncas, amores, rebeldías, no sabíamos dónde estaban.
Cada día la vida nos dolía. Con cada amanecer descubríamos que teníamos un nuevo moretón, un dolor que no conocíamos. Una y otra vez –en algún bar o en una esquina poco iluminada– repasábamos nuestro corto pasado, que era el de muchos. Aquel presente atormentaba.
“Era la primavera del verso pálido / De mis años de promesas y desengaños / Cuando comprendí que había llegado / El momento de alejarme de mi pasado / Un domingo de abril tomé coraje / Y me marché dejando mi mejor traje / A verme con la vida cara a cara / A conocer el mundo de madrugada...”.
Roque Narvaja le puso música y letra al recuerdo de cuando decidió dejar de ser un pibe. Con aquella balada corrió el velo que cubría nuestros ojos. ¿Qué nos había pasado? ¿Qué nos pasaba?
“Yo quería ser mayor / Quería ser mayor / Quería ser un hombre habilitado / Yo quería ser mayor / Quería ser mayor / Y ya no ser un niño malhumorado...”.
DISRUPCIÓN
Crecer, así las cosas, también era una decisión disruptiva. Casi revolucionaria. “La gente me ha enseñado a ser discreto / Sereno, complaciente, equilibrado / A cambio de mis sueños me han dejado / Un sitio para el vicio y el pecado / Yo quería ser mayor / Quería ser mayor / Quería ser un hombre habilitado...”, insistía Roque mientras rasgaba las cuerdas de su guitarra.
El tango cobró ritmo de rock o de balada para expresar los mismos sentimientos. “Los veinte años me llevaron lejos / locuras juveniles / la falta de consejos...”, cantaron Juan Carlos Cobián y Enrique Cadícamo en 1932. Angustias y repitencias. Soy joven y soy viejo. Aquí, allá y acullá. Nadie está exento. Hasta a Joaquín lo escribió.
“Apenas vi que un ojo me guiñaba la vida / Le pedí que a su antojo dispusiera de mí, / Ella me dio las llaves de la ciudad prohibida / Yo, todo lo que tengo, que es nada, se lo dí / Así crecí volando y volé tan deprisa / Que hasta mi propia sombra de vista me perdió, / Para borrar mis huellas destrocé mi camisa, / Confundí con estrellas las luces de neón / Hice trampas al póker, defraudé a mis amigos, / Sobre el banco de un parque dormí como un lirón; / Por decir lo que pienso sin pensar lo que digo / Más de un beso me dieron (y más de un bofetón) / Lo que sé del olvido lo aprendí de la luna, / Lo que sé del pecado lo tuve que buscar / Como un ladrón debajo de la falda de alguna / De cuyo nombre ahora no me quiero acordar / Así que, de momento, nada de adiós muchachos, / Me duermo en los entierros de mi generación; / Cada noche me invento, todavía me emborracho; / Tan joven y tan viejo, like a rolling stone”.
Juventud y vejez. ¡Cuánto se ha dicho, escrito, debatido, pensado...! Crecer, desde siempre, tuvo, tiene y tendrá algo de dramatismo. ¡Y hasta de tragedia! El maestro Jorge (Francisco Isidoro) Luis Borges sostuvo alguna vez –cuando tenía 72– que “la juventud es una etapa de incertidumbre, de ingenuidad y, en general de desdicha”. ¡Viejo sabio! Se refería a los jóvenes argentinos y de ellos dijo verlos “exactamente igual a los de otros países, aunque quizás son más tímidos”. ¿Aún será así?
TIEMPO DE DICHA
“He encontrado el diálogo más fácil con los estudiantes de Estados Unidos que los de la Argentina”, explicó. Era un gran conversador. Interesante. Con muy fino sentido del humor. Disfrutaba hasta en el momento de reírse de sí mismo. Siempre se aprendía escuchándolo. Su voz, desde 1986, cuando murió en Ginebra, solo suena y resuena en mi memoria. Sobre la vejez que lo llevó lejos de Buenos Aires –palabra más, palabra menos– opinó, aunque en tono de duda, que “puede ser el tiempo de nuestra dicha”.
Desdicha y dicha. Juventud y vejez en el sentir de Borges. Aquel mediodía inolvidable almorzábamos en La Biela, ese mítico café de Buenos Aires que, frente al cementerio de La Recoleta, desde 1850 fue primero La Veredita y hasta 1950 fue el Aero. Envejecer –como etapa de la vida– al igual que la ética eran dos pensamientos centrales para Borges con el paso de los años.
Cuando leí “Elogio de la sombra” supe que Jorge Luis supo producir sentido y poesía con aquella duda que le escuché pronunciar tantos años antes. “La vejez (tal es el nombre que otros le dan) / puede ser el tiempo de nuestra dicha. / El animal ha muerto o casi ha muerto / Quedan el hombre y el alma”.
Esas treinta y tres palabras, esos 152 caracteres con espacios se incrustaron en mí para siempre. La reflexión no se agota. Entre la juventud y la vejez está la vida. Son las dos puntas. Algunos misterios parecen eternos. “Juventud, divino tesoro”, escribió Rubén Darío en 1905 cuando publicó sus “Cantos de vida y esperanza”. El poeta tenía 38 entonces. Once después, falleció en su Nicaragua natal. Vivir también es dudar.
“Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas, que estas cosas no duran toda la vida”, sentencia Gabriel García Márquez a los 58 en su novela “El amor en los tiempos del cólera”. Era 1985. La vida es repitencia. ¡Siempre! Incluso cuando algunas situaciones y cosas nos parece que nunca sucedieron antes.
PERCEPCIÓN
“Los argentinos dejan de sentirse jóvenes a los 41 años y empiezan a sentirse viejos a los 54″, reporta Constanza Cilley, directora ejecutiva de Voices, una empresa que hace consultoría e investigación. “En los últimos 5 años, en Argentina hubo un adelanto en la edad en que nos dejamos de sentir jóvenes y nos empezamos a sentir viejos”, sostiene. Agrega que “en el mundo, el cumpleaños número 42 marca la edad promedio de cuando la gente deja de sentirse joven. En 2018 ese sentimiento se verificaba a los 44″.
Pero también informa que a nivel mundial “el cumpleaños número 54 es la edad para que la mayoría de la gente se empiece a sentir mayor. Seis años antes era a los 55″. Sentirse joven, sentirse viejo. ¿Por qué? “Algo interesante a considerar es si el hecho de que todo venga costando tanto en Argentina puede afectar la autopercepción de juventud”, responde Constanza. “El aislamiento por pandemia, crisis, inflación –hemos visto en otros estudios– afectaron muchísimo la salud mental de los argentinos”, explica.
Añade y enumera que “se duerme peor, que se tiene más estrés, que hay una suba en el padecimiento de angustia, irritación. ¡Todo puede tener que ver!”. El promedio global de edad en que la gente deja de sentirse joven se ubica en 42 años. En Paraguay es a los 43, consigna el reporte de Voices que junto con Worldwide Independent Network of Market Research (WIN) entrevistaron en 39 países a 33.866 personas para conocer sus “opiniones y creencias”.
PROMEDIO
¿Y, sentirse viejos? “En el nivel global, la edad promedio en la que las personas comienzan a sentirse viejas es de 54 años. En 2018, era a los 55. En Paraguay a los 53. A la hora de los porqués, Cilley asegura creer que “es interesante consultar con distintos especialistas”.
“Voices hace foco en dos preguntas que son claves: cuándo perdemos la juventud y cuándo nos sentimos mayores”, dice Diego Bernardini, académico, investigador, médico de familia, kinesiólogo, magíster en gerontología, doctor en medicina con hoja de vida profesional en Argentina, España, Estados Unidos, Reino Unido, Suiza y en el sudeste asiático a la vez que ideólogo de lo que se conoce como “nueva longevidad”.
Puntualiza que, en el caso de Argentina, el reporte “no está lejos del promedio global” en las dos percepciones. “Estas cosas las conocemos. En los estudios de autopercepción sabemos que la sensación de pérdida de la juventud se verifica apenas pasados los 40. Los hombres lo desarrollamos a partir de nuestro desempeño profesional, mientras que las mujeres además hacen un poco más de foco en lo familiar, lo vincular, lo personal”, explica.
Respecto de “sentirse mayor, depende de dónde y a quién se pregunte. Es preciso tener presente el país, la cultura, la sociedad y, por otro lado, la edad. A mayor edad, la gente suele empujar hacia adelante el momento de sentirse mayor”. Diego revisa en detalle el reporte y sentencia: “La desigualdad impacta en la salud, en el bienestar y en cómo nos percibimos las personas y, en este punto, pesa la discriminación social porque la autopercepción está influida por el entorno. De allí que la sociedad civil debiera preocuparse por esto al igual que las políticas públicas porque, lo sabemos, el edadismo provoca muertes prematuras, sufrimientos y enfermedades”.
PEDAGOGÍA DE LA LONGEVIDAD
Ante ello y con los datos a la vista propone desarrollar “una pedagogía de la longevidad para enseñar y aprender las bondades de cumplir años con los riesgos y los desafíos que ello implica. Debemos entender que la sociedad cambió. Hoy no es necesario ser jóvenes y fuertes para trabajar”, concluye Bernardini.
Gabriela Ramos Mejía, doctora en psicología que responde a mi consulta desde Madrid, asegura que “no (le) extrañan los datos –en particular sobre Argentina– donde estamos todos tan quemados y vemos tan poco futuro que comienza a percibirse en los pacientes un sentimiento de que todo tiene muy poco sentido”. En ese contexto perceptual asegura que le “parece lógico” lo que reportan los datos, aunque sostiene que “la cuestión de la edad y la autopercepción es un tema mental en el que nada tienen que ver los documentos”.
Guillermo Nogueira (84), médico neurólogo, académico e investigador, sostiene que “lo real es que la percepción del tiempo se acelera con el aumento de la velocidad de la transmisión y procesamiento de la información”. Recuerda que “(Albert) Einstein predijo que en la medida que nos acercamos a la velocidad de la luz, tiempo y espacio colapsan y son la misma cosa” y apunta que “Byul-Chul Han (filósofo y ensayista surcoreano residente en Berlín, Alemania) explica de la era de las no cosas precisamente porque la información ahora precede y reemplaza al contacto y conocimiento de los objetos”.
¡Nogueira puntualiza que “es interesante considerar que es diferente la noción del tiempo individual, humano, llamado por algunos ‘tiempo pático’ comparado con el tiempo cronológico medido en función de la división en unidades arbitrarias del ciclo planetario, de rotación de la tierra y su relación con el clima, los cultivos, etc.” y, desde esa perspectiva, observa que “el tiempo cronológico puede y suele no coincidir con el tiempo pático”.
LA BIOLOGÍA Y SUS RELOJES
Apunta que “las ideas de infancia, adolescencia, adultez y vejez se han cambiado muchas veces” y ejemplifica: “Los niños en la Antigüedad eran adultos pequeños, hoy son humanos en las fases iniciales de su desarrollo. Los viejos, a su vez, eran aquellos incapaces de producir o subsistir por sí mismos. La biología tiene sus propios relojes. La medicina y los cambios socioculturales han modificado esas medidas. Por ello, como nos percibimos varía en función de las expectativas para una determinada camada en una época y sociedad”.
¿El momento histórico del sujeto histórico del que da cuenta Cornelius Castoriadis? ¿Por qué no? Nogueira me llevó a Marco Tulio Cicerón (106 aNE - 43aNE), que en su obra “Senectute” sostiene: “Hallo cuatro causas por las que parece miserable la vejez: la primera, porque apartaría de administrar los negocios; la segunda, porque haría más débil el cuerpo; la tercera, porque privaría de casi todos los placeres; la cuarta, porque estaría no lejos de la muerte”.
Ser jóvenes, ser viejos. Un tema de siempre, desde siempre. Allá por 1962, en el cine latinoamericano –desde la Argentina– se estrenó “Los jóvenes viejos”, una peli protagonizaba por María Vaner y Alberto Argibay que dirigió Rodolfo Kun. Producto relevante de la corriente que por entonces se conoció como “nuevo cine hispanoamericano”, influido por el existencialismo, hizo foco sobre la “nueva moral sexual” y los conflictos existenciales. Jóvenes y viejos. Lo de siempre, siempre o más de lo mismo. ¿Será posible cambiar?